Dijeron que su carrera había terminado cuando solo tenía 17 años y hoy es una de las deportistas más laureadas del Perú. Esta es la historia de Alexandra Grande.
La dieron por derrotada en más de una oportunidad, dijeron que su carrera había terminado, que no tenía futuro como karateca, y hoy, a sus 29 años, es una de las deportistas más destacadas del país.
Inspirada por sus padres, entró al mundo del karate desde muy pequeña y se apasionó por el kumite (combate). Con talento y esfuerzo fue creciendo como karateca y más allá de los obstáculos habituales que deben enfrentar los deportistas nacionales, tuvo que sobreponerse también a duras crisis familiares y deportivas.
En un momento en que solo contaba con el apoyo de su familia, su sensei y las personas más cercanas de su entorno; tomó la decisión de convertirse en la mejor, y arriesgó. Invirtió su propio capital y el de su familia para viajar por el mundo a formarse con los mejores y armar un team que la preparara para la alta competencia, y volvió para triunfar.
Entre sus logros más relevantes están el haber obtenido el primer puesto en kumite en los Juegos Panamericanos de Toronto (2015), el Campeonato Mundial de Karate de Breslavia (2017), el primer puesto en el K1 Premier League de Berlín (2018), entre muchos otros que la han hecho merecedora de los Laureles Deportivos en grado “Gran Cruz”. Y ahora va por más.
Amante del buen fútbol, del vóley y, sobre todo, de los retos, tiene como meta traerse una medalla de las Olimpiadas de Tokio 2020 y como sueño crear un centro de alto rendimiento para ayudar a otros deportistas. Esta es su historia.
¿Qué sacrificios has tenido que hacer a lo largo de tu vida por el karate?
Al principio dejé mis estudios. Yo estaba estudiando traducción e interpretación en la Cesar Vallejo (me he quedado en el séptimo ciclo), pero mis viajes y mis entrenamientos, que empezaban a las 6 a.m., se cruzaban con las clases y con los exámenes. Hay deportistas profesionales que pueden también estudiar, pero yo me metí de lleno en el deporte. Y no me arrepiento porque me ha ido súper bien en el karate.
También he hecho un esfuerzo con la comida. Antes comía lo que me daba la gana, pero ahora cuido mucho mi alimentación. Si quieres un Lamborghini no le vas a poner gasolina de 84, porque no va a avanzar. Entonces, investigué por internet para saber qué hacen los deportistas de alto rendimiento, investigué para tratar de no ser el típico deportista promedio.
Eso me llevó a hacer otros sacrificios, como dejar las fiestas con amigos o las reuniones familiares… A veces iba a las reuniones con mi táper de comida sana.
¿Qué problemas has tenido que enfrentar como deportista?
Para poder saborear la victoria, he tenido que saborear bastante las derrotas.
Más allá de las lesiones y las dificultades emocionales por las derrotas, he tenido que asumir, como muchos otros deportistas, la falta de apoyo en muchos momentos. Pero yo no soy de las que se sienta a esperar que la ayuden. Como tenía una academia, fui ahorrando. También contaba con lo que el Estado me aportaba a través del IPD. Y así un día me decidí a ser la mejor, y eso implicaba prepararse e invertir. Le dije a mi entrenador: “Me quiero ir a Europa a una competencia y un training camp y a varias cosas más”. Y él me dijo que ya, que teníamos que invertir en eso. Así que rompí el chanchito… y mis padres también me apoyaron. Me fui y me preparé con los mejores del mundo. Fue una experiencia de la que no me arrepiento, aunque cuando regresé no tenía nada. El esfuerzo valió la pena, porque las cosas empezaron a mejorar, subí en el ranking, fui a los World Games y gané. La inversión también implicaba contratar nutricionistas, psicólogos, preparadores físicos, etc.
Y, bueno, he pasado por dos momentos muy críticos. No todo es color de rosa en el deporte pues puedes venir muy bien, pero vas a un campeonato y te vuelan en la primera ronda.
Cuando tenía 17 años era campeona sudamericana. Fui al campeonato juvenil panamericano y perdí a la primera. Los dirigentes de ese momento decían que ya no daba para más, que “seguro estaba enamorada”, “que seguro había aprovechado el viaje para irme de luna de miel”. Hablaban tonterías. Luego, el 2014, en un campeonato aquí en Lima, perdí en segunda ronda. Fue fatal. Un dirigente de la Federación dijo en una entrevista que ya había llegado a mi tope, que ya no daba para más. Algunos decían que ya debía retirarme. ¡Tenía 24 años!
Ese año decidí cambiar toda mi vida y tomé las decisiones importantes para mejorar mi preparación. Aunque suene raro, sentía que era el momento de ser un poco egoísta y pensar en mí.
¿Y qué pasó?
El 2015 todo fue mejorando. Volví a reencontrarme conmigo misma y dejé de pensar en lo demás. Entraba a las peleas mucho más enfocada y concentrada. Cuando gané en Toronto sentí que todo ese esfuerzo había valido la pena. Todo empezó a mejorar.
¿En algún momento has sentido algún tipo de discriminación por tu condición de mujer?
Bueno, el karate es un deporte que todavía se asocia más a los hombres. De hecho, me ven a mí y me preguntan si soy deportista. Y yo les digo “sí, soy deportista”. “¿Y que haces?” Y cuando les respondo, me dicen “¡asu! Entonces no me meto contigo, de repente me pegas”, “pobre tu novio”. Es gente desinformada.
¿En qué influyeron tus papas en tu vida como deportista?
Mi madre ha sido también karateka, también ha estado en la selección de karate. Mi padre ha hecho Kung. Pero ellos no me impusieron el karate, aunque sí me transmitieron la pasión por los deportes. Como había una academia de Karate en mi casa, desde chica yo me metía a ver los entrenamientos, gritaba “¡kiai!” y me iba corriendo. Un día, caminando por el Estadio Nacional, hablé con mi madre y le dije “mamá, quiero hacer karate” y ella, feliz, me llevó con su entrenador. Desde los 7 años lo practico, aunque en un momento me dediqué también al vóley.
Desde que decidí practicar karate mis padres me han apoyado 100%. Incluso en momentos muy duros, como cuando por ejemplo, mi papá perdió el trabajo y todo lo que tenía. Pasamos por una situación muy difícil, incluso vendía caramelos con mi hermana en el colegio para tener dinero. Recuerdo que en un momento solo tenía un par de chimpunes (porque también me gusta el fútbol) e iba a con ellos a jugar vóley. No había plata para comprar otras zapatillas. Fueron momentos duros, pero en todo momento la familia estuvo unida.
¿Quién es tu sensei y como ha impactado en ti?
Se llama Roberto Reina. Lo conozco desde que tengo 8 años, ya hace más de 20 años estoy junto a él. A parte de ser mi sensei es mi amigo, es mi sicólogo deportivo y es como mi segundo papá. Tenemos una muy buena conexión. Nos aportamos muchísimo. Si yo pierdo, pues el también pierde y, si el falla, pues yo también fallo. Me ha ayudado y me ha aportado muchísimo y hasta ahora seguimos riéndonos, llorando, perdiendo, ganando juntos y así vamos a seguir hasta que la vida nos separe… aunque suene raro, ja, ja, ja.
¿Cuál es el sueño que te falta cumplir?
En lo personal, ir a Tokio el 2020. quiero conseguir una medalla olímpica. Me he tatuado unos laureles y he dejado un espacio y, si Dios quiere, voy a poner algo bonito en él si me va bien en las Olimpiadas.
A largo plazo, quiero seguir con mi academia, que crezca, y me gustaría crear un centro de alto rendimiento que ayude a los deportistas que están en formación a ser mejores. Que sea como una máquina a la que entras y sales potenciado. He visto buenos deportistas aquí, pero necesitan disciplina, asesoría nutricional, entrenamiento adecuado para transformarse y crecer. Voy a seguir viviendo mi momento ahora y vamos a ver lo que me depara el destino, el futuro.
¿Qué significa para ti tu apellido?
De chica me hacían bullying, me decían “Alexandra Pequeña”, “Alexandra Chico”, “grande, grande”. Me ponían un montón de chapas. Pero fue pasando el tiempo y me di cuenta de que esa palabra “grande” me hacía sentir algo fuerte, que soy grande de corazón. Cuando me preguntan como me llamo, lo digo con emoción: Alexandra Grande Risco.
wapa
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