Antonio Hernández, contable por las mañanas y profesor de kárate por las tardes, busca la normalización en el mundo de las artes marciales desde que hace diez años su hija Alba naciera con síndrome de down.
Desde el patio se oyen gritos de lucha. Desconchones en la pared, vitrinas translúcidas y churros de gomaespuma. Zapatillas alrededor de una banca de madera y junto a esta, una bandera de Japón. Alfombra de puzzle, libros sobre kárate y muchos diplomas. Y por último, una sala con parqué, incienso y decoración nipona. En ella, Antonio Hernández (Jerez, 1976), junto a una joven ayudante de 10 años vestida de rosa, explica los diferentes katas (secuencia de movimientos en el kárate) a su pequeño grupo de karatekas. Pie derecho al frente y brazo en ele hacia arriba. Siempre con coraje y mucha fuerza.
Repite el mismo movimiento y añade el puño izquierdo abajo. El sensei coge un churro de gomaespuma y comprueba uno por uno si la defensa resiste el golpe. Entre ellos hay disciplina, sobre todo aquel que lleva más tiempo y está en primera fila. Pero hay quien se desconcentra y se rie. Sin embargo, cuando Antonio pide una posición, todos responden al unísono. Su pequeña ayudante, que permanece de cara a los alumnos, es su hija Alba, que empezó en el mundo de las artes marciales con tan solo cuatro años. «Pero ella no está aquí por vocación, ella lo hace porque va conmigo de la mano», comenta Antonio. «A ella lo que realmente le apasiona es el flamenco, el baile», añade.
Hace solo dos años que Antonio abrió un dojo (espacio donde se practican las artes marciales) en su casa, en un terreno que tiene en Montealegre Alto, junto a la Avenida del Serrallo. Pero fue en 2008 cuando fundó con algunos amigos el club Kyushikan, justo un año después de que naciera su hija Alba, que, sin ella saberlo, se ha convertido en «una gota de agua en un estanque». Alba nació con un cromosoma más, es síndrome de Down, por lo que de pequeñita tuvo dificultades de psicomotricidad y una musculatura más endeble. «Empezamos a trabajar con ella con psicoterapeutas para que mejorara en esos aspectos». Desde chica estuvo yendo a equitación terapéuticatica y acuaterapia. Hasta que su padre, que lleva más de dos décadas en el mundo del kárate, pensó que las artes marciales podrían mejorar su movilidad y agilidad.
Cuando Antonio, a los 6 años, se quedaba embobado viendo Karate Kid, Kick Boxer, Karate Kimura o Retirarse nunca, rendirse jamás, no sabía que él, a los 30, se iba a convertir en el protagonista de una historia de lucha y superación. Confiesa que desde que nació su hija, tiene un sueño: lograr la normalización en las artes marciales: «Alguna que otra vez me han dicho que es una utopía, pero si es un sueño, es realizable. Hay todavía quien ve a las personas con diversidad funcional inferiores».
Si bien el kárate es su pasión desde que era un crío, no comenzó a practicarlo hasta los 19, cuando consiguió su primer empleo. Fue tener algo de dinero e ir corriendo al club Fudoshin, antiguamente ubicado en la calle Zaragoza, para apuntarse a las clases de kárate. «Mi familia no lo entendía, les parecía algo infantil», comparte y continúa: «Desde el punto de vista físico mejoré mi tono muscular, mi condición física y me sentía más rápido. Pero conforme iba avanzando veía que estaba ganando otros valores, no solo era una forma de entrenar, sino una forma de entender la vida». Para él las artes marciales son un trabajo de constancia, superación, sacrificio… y donde se forjan grandes amistades, las cuales hoy todavía le acompañan fuera y dentro del dojo.
Desde entonces no ha dejado de entrenar. En la actualidad imparte clases de kárate en una sala de su casa que ha acondicionado, pero también las recibe entre Cádiz, Arcos y Sevilla. Antonio no ha dejado de ser alumno: «Siempre se está en constante aprendizaje». En 2005 hizo su primer viaje a Japón, la cuna de las artes marciales, solo para recibir clases y más clases. Ha ido en otras dos ocasiones y comparte que en 2018 volverá con un pequeño grupo de su club Kyushikan y su sensei de Sevilla. Kyushikan trabaja desde 2008 por todo el municipio con seis profesores y ha sido reconocido como el mejor club del año 2017 a nivel internacional por la asociación Ikkaido, además de estar nominados en la I Gala del Deporte en Jerez. Desde la fundación del club, Antonio no ha parado de trabajar como contable para diferentes empresas, por las mañanas, y como profesor de artes marciales, por las tardes. «Soy como Superman, por las mañanas a una cosa y por las tardes a otra», sonríe. Y entre horas, estudiaba para demostrar que el kárate beneficiaría a la motricidad de su hija.
Al año de ella nacer, puso en práctica un pequeño grupo de kárate con niños con síndrome de Down apoyado por el pediatra de su hija Alba, quien está especializado en Educación y Deporte Infantil, y por los profesionales de Cedwon. «Me dijo que podíamos empezar un estudio sobre el beneficio que aporta el kárate a las personas Down». Estuvieron recabando datos durante tres años y en 2011 el estudio concluyó con que el kárate mejora su coordinación, equilibrio y velocidad. «Además, sin darnos cuenta, estábamos haciendo un trabajo de inclusión a través de las artes marciales».
Con tan solo cuatro años, Alba ha participado en torneos celebrados en San Sebastián, Sevilla, Madrid, Inglaterra, Mallorca… Algunos de ellos para personas con diversidad funcional (anteriormente etiquetado como discapacidad) y abiertos. Y su padre, Antonio, dice que «nunca ha sentido discriminación en las artes marciales, pero en otros sitios sí». También destaca que cuando fundó el club Kyushikan, nació desde una perspectiva abierta, inclusiva y normalizadora. «Esa es la filosofía», subraya. Empezaron dando clases en varios centros deportivos, en Cedown —donde Antonio ha sido presidente desde 2013 hasta 2016—, colegios y asociaciones. Y los últimos dos años en el espacio que él mismo acondicionó junto a su casa. Pero ahora, espera abrir en 2018 el primer dojo adaptado en Jerez.
Le mostró el proyecto a la Fundación Decathlon y también ha recaudado dinero a través de galas de artes marciales que ha realizado en el Club Nazaret. Antonio Hernández está buscando financiación para poder hacer realidad su sueño y como él mismo dice conseguir la normalización de este deporte. Para que personas autistas, con parálisis cerebral, sordos, síndrome de Down o en silla de ruedas, puedan practicar las artes marciales. ¿Con qué intención? «Que ganen autoestima, porque una persona que no tiene objetivos, que no tiene motivaciones y encima con limitaciones… pues no hace nada, y así no se puede vivir», responde el sensei jerezano.
«Hay que cambiar la mentalidad. Las palabras llevan implícitas un sentido, un mensaje. Se habla del niño normal y del otro. Y eso es una aberración. No me considero un educador, pero si quiero cambiar el mundo y no puedo, intento cambiar mi entorno. Porque yo quiero que mi hija se encuentre en una sociedad mejor que en la que ella nació». Antonio Hernández, al unir sus dos grandes pasiones: el kárate y los niños, ha conseguido cambiar la calidad de vida de muchas personas. Y en breve, espera aquella gota de agua —su hija Alba— logre expandirse por todo un mar.
lavozdelsur
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